Hace unos días regresé de los campos de refugiados saharauis en Tindouf, en el sur de Argelia. Lo que he visto allí es algo que difícilmente podemos imaginar desde las comodidades de nuestro primer mundo y que no desarrollaré aquí, pero os animo a leer en la red sobre el tema. Yendo a la temática del blog, que ha estado dormido durante este mes, quiero hablaros sobre lo que he ido encontrando al descender 10 grados de altitud hacia el Ecuador. El primer contacto que tuve con la astronomía fue nada más salir del avión, mientras descendía la escalerilla y el viento frío me golpeaba la cara. Miré al horizonte y vi una estrella especialmente brillante que no supe identificar: alcé la mirada y vi que Sirio y Orión estaban mucho más altos que de costumbre, ¡así que esa estrella debía ser Canopus! Emocionado por el simple hecho de poder verla, la imaginé a más de 300 años luz, impresionado por el hecho de que sea la segunda estrella más brillante del cielo a pesar de tanta distancia (tiene una luminosidad 15.000 veces superior a la del Sol). Las primeras noches no pude disfrutar de las estrellas porque aparecían continuamente nubes (incluso llovió un día entero…), algo que los refugiados agradecían enormemente. En el sitio donde me quedé a dormir había unas farolas cercanas como medida de seguridad, así que tenía que buscar zonas escondidas tras las esquinas donde su luz se viera mitigada. Si no fuera por esas farolas el cielo habría sido inmejorable, pero la luz se va apoderando cada vez más de los lugares del mundo (por mucho que me doliera, es un gran avance que este pueblo disponga de luz eléctrica, a pesar de que con ello borren algunas de sus estrellas). Por fin llegaron las noches limpias y diáfanas y pude disfrutar de la Vía Láctea que discurre entre el Can Mayor, la Popa y la Vela, constelaciones, sobre todo esta última, de las que sabía más bien poco. Los primeros días sólo pude observar a ojo desnudo, porque en el aeropuerto me habían requisado los pequeños prismáticos que llevaba (allí son considerados objetos de naturaleza bélica), pero con paciencia y adaptación a la oscuridad pude observar objetos variados. Descubrí algunas nubecillas incrustadas en la Vía Láctea más meridional que se correspondían con los cúmulos IC 2395, Trumpler 10 e IC 2391 en Vela: éste último, denominado “cúmulo de Omicron Velorum”, destacaba especialmente a pesar de estar bajo en el horizonte. En la Popa saltaban a la vista NGC 2451, NGC 2546 y Cr 135: Cr 135 deja entrever tres estrellas bien diferenciadas, una de las cuales tiene un acentuado color anaranjado. Contemplé con curiosidad dos cúmulos del Can Mayor que me habían pasado desapercibidos desde la península, probablemente por su cercanía al horizonte: Cr 132 y Cr 140, con magnitudes conjuntas entre la tercera y la cuarta, más abajo de
M41, que saltaba a la vista incluso con la farola delante. Cr 121, cuatro grados al sur de M41, resultaba algo más esquivo. Toda la zona se encontraba sembrada de finísimas estrellas que salpimentaban la Vía Láctea. Ya en Monoceros, el Unicornio, se veían sin dificultad M50 y NGC 2232, así como
NGC 2244, el cúmulo central de la
Nebulosa Roseta. Al lado de esta última se podían apreciar otras dos minúsculas manchas difusas: Cr 106 y Cr 107. En las constelaciones más conocidas también pude conocer algunos objetos nuevos: por ejemplo, al lado de
M35, el cúmulo de Géminis, hay otro cúmulo abierto más amplio y también brillante que se llama Cr 89, ambos visibles sobradamente sin ayuda. Otra sorpresar 65, un enorme y difuso cúmulo que se encuentra a 5 grados de zeta Tauri, la estrella que marca el cuerno de Tauro y que está al lado de
M1.