Vuelta a M46

Hace unos meses, la noche en la que estuve jugando con el pequeño Celestron Astro Fi 5, decidí apuntar con él a M46, un objeto que me ha fascinado desde siempre, con esa miríada de estrellas y la presencia de la cautivante nebulosa planetaria NGC 2438. Es un cúmulo grande, de casi 30 minutos de arco de diámetro, por lo que decidí usar el Panoptic de 24mm. Como comentábamos en esta entrada, el cúmulo tiene unas 500 estrellas con una edad de unos 300 millones de años, por lo que no sería de extrañar que alguna planetaria se dejara ver… Sin embargo, NGC 2438 no pertenece al cúmulo: se encuentra a unos 3.000 años luz de distancia, mientras que la familia de estrellas se encuentra 2.000 años luz más allá. Con el pequeño telescopio la planetaria se ve con facilidad como una nube pequeña y redondeada, apreciable con visión directa, que contrasta enormemente con el resto de estrellas puntuales.

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Sin embargo, hoy quiero añadir algo más de este objeto, y es que cuenta con una nebulosa protoplanetaria que realmente pertenece al cúmulo… ¿Protoqué…? Si quieres leer más en profundidad sobre estos objetos puedes entrar en este artículo, aunque, básicamente, las nebulosas protoplanetarias suponen la fase previa a la nebulosa planetaria. Próxima a su muerte, la estrella se desprende de sus capas externas y da lugar, tras convertirse en una gigante roja, a estructuras como las que podemos apreciar en las protoplanetarias. A menudo son bipolares, con dos chorros de gas saliendo disparados a gran velocidad. En el caso de la protoplanetaria que habita en M46, denominada popularmente como la Nebulosa de la Calabaza (su nombre menos poético es OH 231.84 +4.22) o la Nebulosa de los Huevos Podridos (por su alto contenido en azufre), el gas que se aleja de la estrella alcanza el millón de kilómetros por hora. En la siguiente fotografía podemos ver el gas expulsado, de color amarillo, interaccionando con el medio interestelar, que brilla con un fuerte color azulado. Dentro de unos pocos miles de años la estrella central ionizará el gas y entonces pasará a ser considerada una nebulosa planetaria, brillando a la par que NGC 2438 si se da prisa.

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Lo único malo es que la Nebulosa de la Calabaza se encuentra fuera del alcance visual de la mayoría de los telescopios, aunque hay quien afirma haberla intuido con un telescopio de 13 pulgadas bajo cielos perfectos. Sea como sea, necesitaremos apertura, buen cielo y una sobrada dosis de paciencia para encontrarla entre tanta estrella. Os dejo esta imagen obtenida en el Mount Lemmon Sky Center para que la encontréis y os sirva de referencias si alguna vez os animáis… ¿algún voluntario?

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La «Calabaza» brilla débilmente a la derecha y abajo de la brillante planetaria.

Por las astas (las Híades)

La constelación de Tauro es huésped de uno de los cúmulos más fascinantes que podemos ver desde nuestro planeta, las Pléyades, pero también contiene entre sus dominios otra joya galáctica: las Híades. Conocidas desde hace miles de años, los griegos vieron en las estrellas de este cúmulo a las 5 hijas de Atlas, hermanastras de las Pléyades.

También conocidas como Melotte 25 o Collinder 50, es el cúmulo estelar más cercano a la tierra (si no tenemos en cuenta el Grupo de la Osa Mayor), situado a 153 años luz de distancia.  Su cercanía a nosotros ha permitido hacer uso del paralaje para estimar su distancia con exactitud. En 1869 Richard A. Proctor, astrónomo británico, se dio cuenta de que muchas estrellas del firmamento compartían el mismo movimiento y dirección que las Híades, lo cual hacía pensar que guardaban alguna relación. Posteriormente, en 1908, Lewis Boss confirmó  sus hallazgos, descubriendo que  las Híades estaban dejando un reguero de estrellas a su paso por el cielo, estructura que acuñó como Corriente de Tauro y que posteriormente sería conocida como Corriente de las Híades. Pero no acaban ahí las relaciones entre objetos celestes, y es que este cúmulo tiene la misma edad y metalicidad que las estrellas que forman M44, el cúmulo  del Pesebre. Además, también coinciden los movimientos de ambas agrupaciones, datos que han llevado a la conclusión de que las dos tuvieron un origen común en la misma nube molecular, separándose posteriormente.

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La edad de las Híades se ha estimado en unos 625 millones de años, una edad considerable para un cúmulo abierto. La mayoría de estos objetos se dispersan en menos de 100 millones de años, resistiendo tan sólo aquéllos con una masa especialmente elevada. La masa inicial de las Híades, concretamente, tenía que estar comprendida entre 800 y 1600 veces la masa del Sol.  De las cientos de estrellas que componen este cúmulo, cinco de ellas, las más brillantes, se encuentran a punto de convertirse en gigantes rojas: han consumido todo el hidrógeno que hay en sus núcleos y pronto comenzará la rápida expansión de sus atmósferas.

Las Híades se caracterizan por su curiosa forma en V, marcando el origen de los cuernos de Tauro. Sin embargo, bajo cielos oscuros es fácil darse cuenta de que sus estrellas más brillantes adoptan la forma de la letra Z. La estrella más brillante es Aldebarán, una de las más llamativas estrellas del cielo invernal y fácilmente reconocible por su tonalidad amarillenta, algo más anaranjada que Capella. Parece presidir el cúmulo, si bien su distancia es bastante inferior a la del resto de estrellas, apareciendo junto a ellas por simple efecto de perspectiva. 65 años luz nos separan de esta gigante roja de tipo espectral K5, cuyo diámetro es 44 veces mayor que el de nuestro sol. Forma un sistema doble con una enana roja que se encuentra a casi 2 minutos de arco de distancia y brilla con magnitud 12. El cúmulo mide unos 5 grados de arco de diámetro, que a la distancia estimada supone unos 33 años luz. Por tanto, para disfrutar su observación es preferible (casi indispensable) usar instrumentos de muy bajo aumento. Lo ideal sería disponer de unos pequeños prismáticos que posean un gran campo aparente.  En mi caso pude usar los 8×30 Kite Lynx HD que me prestó Leo, perfectos para este tipo de objetos. El cúmulo se encuadraba perfectamente dentro del campo, con sus decenas de estrellas brillando puntuales, dispersándose alrededor de las más llamativas.

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El nacimiento de una estrella (NGC 1555)

Estamos acostumbrados a ver grandes nebulosas de emisión en cuyo interior brillan grandes estrellas con una edad de apenas unos pocos millones de años. Hoy, sin embargo, vamos a ir un paso más allá en la infancia de una peculiar estrella. Dirigiremos nuestra mirada a un punto muy concreto de la Nube Molecular de Tauro, una masa de gas que comprende una gran área del cielo, situada a unos 450 años luz de distancia. En concreto, el objeto que nos ocupa hoy es NGC 1555, una débil nebulosa que rodea a la estrella T Tauri. Pero empecemos por el principio…

Se dice que una estrella pertenece a la Secuencia Principal (main sequence en inglés) cuando comienza a producir la fusión nuclear del hidrógeno en su núcleo. Hasta ese momento la estrella no era más que el acúmulo de gas que, condensándose progresivamente por acción de la gravedad (atrayendo a la materia circundante), alcanza temperaturas más altas que la hacen brillar, de manera predominante en el infrarrojo. Hay un momento en el que la presión y la temperatura del núcleo son tan elevadas que tiene lugar la fusión nuclear, entrando la estrella en la Secuencia Principal. Pues bien, las  estrellas de masa menor a 2-3 masas solares que todavía no sufren la fusión nuclear se denominan estrellas T Tauri, un tipo de estrella, por tanto, extremadamente joven, que apenas llega al millón de años de edad. Estas estrellas están envueltas aún en el disco de polvo y gas del que se están nutriendo, un disco que va girando a su alrededor y evolucionando rápidamente, motivo por el cual las estrellas parecen cambiar su brillo de manera irregular.

El nombre de T Tauri se debe que el prototipo de este tipo de estrellas es T Tauri, un astro que normalmente brilla con la décima magnitud, colindante con las Híades. Se encuentra a una distancia de unos 460 años luz, 300 años más lejos que el conocido cúmulo abierto, por lo que su unión en el cielo es pura perspectiva. En la siguiente fotografía de larga exposición podemos comprobar el denso medio en el que la estrella se encuentra, una zona cubierta por densas nubes de polvo que oscurecen el fondo, dejando un resquicio para apreciar T Tauri. NGC 1555 es la porción de esta nube más cercana a la estrella, más brillante que el resto porque refleja su luz amarillenta.

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La estrella fue descubierta por John Russell Hind en 1852, brillando con magnitud 10 y acompañada de una nebulosidad en forma de arco. Sin embargo, a partir de 1861 la nebulosa fue apagándose hasta hacerse completamente indetectable en 1868: ¡los astrónomos de la época no podrían dar crédito! Luego, para asombro de todos, la nebulosa volvió a aparecer en 1890, desapareció y reapareció en 1920, quedando relativamente estable desde entonces. La propia estrella también variaba su brillo, bailando entre la magnitud 9 y la 14 sin seguir ningún patrón definido. Por si fuera poco, en 1860, Otto Struve descubrió otra pequeña nebulosa situada más cerca de T Tauri, a la que bautizó como NGC 1554 (Louis d’Arrest confirmó la existencia de este objeto): sin embargo, en unos pocos años ya había desaparecido por completo, motivo por el cual se vino a conocer como la Nebulosa perdida de Struve. Por lo que sabemos hoy en día, NGC 1554 tuvo que ser una pequeña porción de NGC 1555 que quedó iluminada transitoriamente por la estrella, como las nubes bajas y rápidas que pasan sobre una farola, iluminándose por momentos y apagándose al pasar. Y no acaba aquí el exotismo de T Tauri: en 1981 se descubrió que poseía una pequeña estrella compañera con la que formaba un sistema binario, con una separación entre ellas de unos 0.7 segundos de arco. Poco después una tercera componente hizo su aparición, conformando definitivamente un interesante sistema triple.

Cuando observemos NGC 1555 debemos tener en cuenta que estamos ante un objeto débil que requerirá cielos oscuros, más aún si la nebulosa ha sufrido un nuevo oscurecimiento. Una cercana estrella de magnitud 8.5 nos puede orientar para a la hora de estimar el brillo de T Tauri. Si tenemos un poco de paciencia y nuestros ojos están bien adaptados a la oscuridad podremos apreciar una débil nebulosidad, apreciable con visión periférica, que rodea a T Tauri por uno de sus lados, formando una especie de arco fantasmal. El uso de los filtros OIII o UHC hace que la débil nebulosidad desaparezca bruscamente, como ocurre con la mayoría de nebulosas de reflexión. A pesar de su debilidad, NGC 1555 es un objeto verdaderamente fascinante que deberíamos observar con apremio (a diferencia de lo que ocurre con galaxias y otros objetos de cielo profundo): no sabemos si el año que viene estará ahí para que podamos disfrutarlo.

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Contactos en el cangrejo (NGC 2623)

El objetivo de hoy no es un objeto sencillo de ver; tampoco especialmente llamativo tras el ocular… No, el objetivo de hoy necesita de un cielo bien oscuro, y en el mejor de los casos no veremos más que una mancha pequeña y etérea. Sin embargo, la grandeza de lo que esconde tras de sí hace que merezca la pena intentar cazarla. La siguiente imagen, obtenida por el telescopio Hubble, sirve de presentación:

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NGC 2623, también conocida como Arp 243, se encuentra en la zona norte de la constelación Cáncer. No es una, sino dos galaxias que protagonizan un baile de larga duración, una interacción intergaláctica que es pregón de lo que ocurrirá entre la Vía Láctea y la Galaxia de Andrómeda en unos pocos miles de millones de años. Se encuentra en un estado de interacción más avanzado que NGC 520, que veíamos el otro día, ya que sus dos núcleos se han fusionado en uno sólo. De hecho, en su centro reside un agujero negro supermasivo con una masa de entre 10 y 100 millones de masas solares que, probablemente, sea el que gobierne la dinámica de estos dos colosos. Y no es para menos, ya que entre un extremo y otro discurren 200.000 años luz, extensión debida, en parte, a la presencia de dos grandes filamentos que han sido desprendidos de cada una de las galaxias progenitoras, reminiscencias de grandes brazos que una vez acunaron, arremolinados, los núcleos de sus respectivas galaxias.

En el brazo septentrional, más definido, se han encontrado más de 100 cúmulos abiertos, cuya formación se ha visto promovida por la colisión entre ambos cuerpos. La edad de estos cúmulos es menor de 10 millones de años, y algunos podrían ser cúmulos protoglobulares, embriones de futuros cúmulos globulares que todavía no se han formado. Estas regiones son muy brillantes en el infrarrojo, gracias al gas que es calentado por las estrellas recién nacidas. Esta incrementada proliferación estelar es responsable, a su vez, de que haya supernovas con una frecuencia mayor de la habitual: en el caso de NGC 2623, la última registrada tuvo lugar en 1999.

El único pecado de este par de galaxias es estar situadas a una distancia demasiado grande, entre 250 y 290 millones de años luz (5 veces más que la distancia media del Cúmulo de Virgo o 100 veces más que M31). Esto deriva en un bajo brillo, de manera que NGC 2623 alcanza una magnitud de 13.9, fuera del alcance de telescopios de baja apertura, a no ser que las condiciones del cielo sean más que idóneas. Con un tamaño de 2.4 x 0.7 minutos de arco, tendremos que buscar algo muy pequeño y muy débil. Con el Dobson de 30 cm pude distinguirla a bajo aumento, haciendo uso de la visión periférica. A 214 aumentos aparecía algo más definida, y la diminuta mancha ya no era tan diminuta, adoptando además un forma algo alargada. Usé la imaginación para repetirme varias veces que en esa mancha fantasmagórica, que apenas podía ver, brillaba el intenso núcleo resultante de la interacción de esas maravillosas galaxias. Sabía que no podía aspirar a ver más detalles, pero el simple hecho de poder distinguir sus fotones, en vivo, ya resultó algo  verdaderamente emocionante.

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Las nubes moleculares de Orión-Monoceros (NGC 2149 y NGC 2170)

El universo está enormemente jerarquizado, y siempre hay una estructura que está por encima de otra. Hemos estado en varias ocasiones la nube molecular de Orión, y ahora vamos a conocer la región en la que se engloba. El complejo de nubes moleculares de Orión-Monoceros es una maravillosa estructura que abarca una gran área del cielo, cuya fascinante historia se remonta a la época en la que se extinguieron los dinosaurios.

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Según numerosos estudios, hace 60 millones de años tuvo lugar un encuentro entre una nube de hidrógeno neutro (una masa de gas conocida como “high velocity H1 cloud” o nube de H1 de alta velocidad) y el disco de nuestra galaxia. La nube de alta velocidad tendría un diámetro de unos 1250 años luz y entraría en el disco galáctico desde el hemisferio sur, avanzando a la vertiginosa velocidad de 100 km por segundo (de ahí el adjetivo que las define). Esta colisión sería la que determinaría la formación, 20 millones de años después, de una inmensa nube molecular, formada también por hidrógeno, aunque en su forma molecular en vez de atómica (dos hidrógenos unidos entre sí). Esta gran estructura se vería esculpida, a posteriori, por las fuerzas de marea de nuestra propia galaxia, así como por la influencia de numerosas supernovas y los vientos de jóvenes estrellas supermasivas. El resultado final lleva a la disgregación del complejo molecular en nubes moleculares más pequeñas, formándose así sus principales componentes, las nubes de Orión A, Orión B y Monoceros R2.

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Las nubes de Orión fueron las primeras en nacer, hace unos 30 millones de años, mientras que la de Monoceros se formó más adelante, hace unos 10 millones de años. Las primeras, más cercanas, se encuentran a unos 1500 años luz de distancia, situándose la de Monoceros a 2500 años luz, a pesar de lo cual están estrechamente relacionadas entre sí y comunicadas a través de filamentos. En el seno de la nube molecular de Monoceros R2 comenzaron a destacar algunos núcleos más densos, dando lugar a las nebulosas que nos ocupan hoy.

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NGC 2170, fotografía de Adam Block

NGC 2170 fue descubierta por William Herschel en 1784, mientras que NGC 2149 permaneció oculta a la vista del hombre hasta cien años más tarde, cuando fue descubierta por Édouard Jean-Marie Stephan (el mismo que dio nombre al famoso quinteto de galaxias). Esta última se encuentra en el límite de las nubes de Monoceros R2 y Orión A, la cuales se encuentran unidas y formando una estructura anular, probablemente fruto de la burbuja en expansión producida por una supernova reciente. NGC 2170, la nebulosa más brillante de Monoceros R2, se encuentra a 3 grados y medio de su compañera. Al igual que ocurre con la Nebulosa de Orión, estas masas de gas ocultan tras de sí un enjambre de estrellas recién nacidas, así como otras tantas que están aún por nacer.

NGC 2149 es la más débil de estas nebulosas, precisando un cielo relativamente oscuro. Su tamaño de 3 minutos de arco hace aconsejable usa aumentos elevados, siempre y cuando no perdamos demasiado contraste. Con mi Dobson de 30 cm llegué a apreciarla con mayor claridad a 214 aumentos, apareciendo como una nebulosidad extremadamente débil que se disponía alrededor de una pequeña estrella. Ligeramente alargada, la nubecilla desaparecía por complejo cuando fijaba la vista, aunque con mirada periférica se dejaba ver con relativa facilidad.

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Mucho más brillante es NGC 2170, a pesar de contar con unas dimensiones similares. Aparece como una nebulosidad más densa en torno a una llamativa estrella, con dos prolongaciones que se disponen a ambos lados, abarcando otras dos estrellas como si fueran sus brazos. Con visión periférica se extienden algo más lejos, aunque no llegan a superar los 3 minutos de arco. Es emocionante pensar que estamos contemplando dos pequeñas cimas de un enorme iceberg que se encuentra oculto a nuestros ojos, haciendo patente, una vez más, que el universo se encuentra entrelazado e interactuando en todo momento.

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Complejo de nebulosas en Gemini OB1

Las estrellas no se forman de manera de aislada: nacen en el seno de una nube molecular que se va enfriando y, una vez alcanzada determinada densidad, la presión en las regiones más internas es capaz de producir la fusión del hidrógeno, dando vida a una estrella. Sin embargo, en el núcleo de estas nubes moleculares las estrellas se forman en racimos, cúmulos estelares que, con el paso del tiempo, se irán separando. Nuestro Sol corrió la misma suerte, aunque hoy apenas nos sintamos parte de ningún grupo concreto (en su momento compartimos nido con algunas de las estrellas de la Osa Mayor). Hoy vamos a conocer una región verdaderamenrte fértil, situada al norte de Orión, junto al brazo derecho del cazador. Allí tenemos no una, sino varias regiones HII que se agrupan en una singular familia, cada una de las cuales es una zona condensada de la misma nube molecular, que se denomina Gem OB1. Como su nombre indica, abarca un área importante de la constelación de Géminis, aunque en su región más meridional alcanza parte de Orión. Es una de las nubes moleculares más extensas de nuestra galaxia, con unas dimensiones de entre 500 y 800 años luz, y en ella hay hasta 13 condensaciones donde se están formando estrellas de forma activa. Podemos ver gran parte de esta nube en la siguiente imagen:

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Se sitúa en el brazo de Perseo, a unos 8000 años luz de distancia, y la zona que nos interesa hoy es un complejo de 5 regiones HII que fueron descritas por Sharpless en 1959. Sh2-254 es la más débil, así como la más extensa, ionizada por HD 253247, una estrella de tipo espectral O9.5. Las dos nebulosas más brillantes son, sin lugar a dudas, Sh2-255 y Sh2-257, ambas visibles con instrumentos de mediano calibre. Sh2-255 también es conocida como IC 2162, y fue descubierta con anterioridad por Edward Barnard, en 1890. Un filtro UHC ayuda a observar estos cuerpos, aumentando el contraste del hidrógeno ionizado que conforma las nubes. Entre estas dos últimas nebulosas se encuentra un cúmulo abierto cuyas estrellas apenas han visto la luz. Son tan jóvenes que aún se encuentran envueltas en la nebulosa de la que están naciendo, siendo por tanto invisibles a nuestros ojos. El telescopio Spitzer, sin embargo, es capaz de atravesar este caparazón con sus ojos sensibles al infrarrojo, de manera que puede mostrarnos los astros en su más temprana edad. Deberán pasar unos cuantos años hasta que podamos verlos con nuestros propios ojos (desde unos cientos de miles hasta unos pocos millones de años, apenas un suspiro cósmico…). Los cuerpos más jóvenes se denominan YSO, del inglés «Young Stellar Objects», y su estudio puede proporcionarnos valiosa información sobre el origen de las estrellas. Sh2-256 y Sh2-258 son otras dos de las nebulosas de este complejo, bastante débiles como para ser apreciadas con nuestros telescopios, si bien no son difíciles de fotografiar, presumiendo de ese tono rojizo tan típico de las guarderías estelares. Hay al menos otros 6 cúmulos escondidos entre estas regiones, ocultos por las masas de gas que los están formando, de manera que en poco tiempo habrá toda una hueste de cúmulos abiertos con los que disfrutarán nuestras futuras generaciones.

Este complejo de nubes se encuentra a los pies de Géminis, justo rozando el brazo derecho que alza Orión mientras apunta con su arco al oeste. Las dos nebulosas más brillantes son relativamente fáciles de ver, dispuestas alrededor de dos brillantes estrellas como pequeñas manchas algodonosas extremadamente tenues, que aumentan su contraste con el fondo cuando usamos un filtro UHC. La zona en conjunto alcanza unas dimensiones de hasta 50 minutos de arco, de manera que nos beneficiaremos de oculares de gran campo aparente. En mi caso usé un ocular de 22 mm y dos pulgadas, acompañado de un filtro UHC. Sh2-255 aparecía algo más brillante, redondeada alrededor de su «estrella central». A su lado, Sh2-257 destacaba también como una nube circular, más definida al usar visión periférica. Algunas estrellas salpicaban su superficie, como si quisieran formar parte de un marco familiar, aunque no sabría decir si pertenecen al complejo nebuloso. Sh2-254 fue la sorpresa de este grupo, ya que pude distinguirla, con suma dificultad, a continuación de las dos anteriores. Con un tamaño algo mayor, sólo pude ver una de sus regiones, extremadamente débil y etérea, pero claramente visible en los momentos de mayor adaptación a la oscuridad. No podía dejar de mirar ese interesante trío fantasmagórico, pensando en lo pequeño que podía llegar a parecer algo tan importante como el germen de la vida de una estrella.

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Os dejo la siguiente versión de la imagen con los nombres incluídos:

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Las alas de NGC 2346

Sabemos ya de sobra que los objetos celestes no son algo estático, no se encuentran flotando inmóviles, sino que interactúan entre sí de diversas y floridas maneras. Hoy vamos a estudiar un objeto apasionante que ilustra perfectamente este dinamismo cósmico. Se trata de NGC 2346, una nebulosa planetaria situada en la constelación de Monoceros, el unicornio, y que lleva tras de sí una historia fascinante. La fase de nebulosa planetaria ocupa un período relativamente corto de tiempo, poco mayor de 10.000 años de duración, pero antes de encontrar lo que veremos en la siguiente fotografía, dos estrellas ocupaban su lugar, girando una alrededor de otra en un delicado equilibrio de fuerzas.

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Una de las estrellas agotó el hidrógeno de su núcleo y, al colapsarse por acción de la gravedad, el aumento de densidad provocó su reactivación y la combustión del hidrógeno que quedaba en sus capas, de manera que estas se expandieron, entrando en la fase de gigante roja. Esta situación redujo la distancia que separaba a ambas estrellas, y su compañera, una gigante blanca, giraba veloz a su alrededor, cada vez más cerca, esparciendo el gas de su compañera en forma de anillo, de la misma manera que un ventilador en una habitación llena de polvo lo dispersaría en todas direcciones, o una manguera echando agua sin control a uno y otro lado. Al mismo tiempo la gigante roja se expandía aún más, enfriándose a medida que el calor debía dispersarse por un volumen mayor. Esta estrella terminó por expeler su envoltura y dar lugar a una nebulosa planetaria, con el gas expulsado deformándose en forma de mancuerna, en una estructura denominada bipolar. Su imagen nos recuerda a tantas otras planetarias de este tipo, como M27, M76 o NGC 2440, aunque NGC 2346 es más débil que todas ellas, con una magnitud aparente de 11.6 y un tamaño de un minuto de arco.

Su estrella central ronda la magnitud 11, fácilmente visible con cualquier telescopio, pero no siempre ha brillado así… En 1981 se registró una disminución de su intensidad hasta alcanzar la magnitud 15, que es estableció durante un año para volver, posteriormente, a su magnitud habitual. Luego, en 1996, se repitió el mismo proceso, y en 2004 tuvo lugar por última vez. ¿A qué se debe esa repentina disminución? Parece ser que a grandes nubes de gas que emitió en su momento la gigante roja, quedando desde entonces girando a su alrededor y produciendo, de vez en cuando, estos eclipses al interponerse entre la estrella y nosotros. En la siguiente gráfica de la AAVSO podéis apreciar estos cambios de magnitud.

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NGC 2346 es una nebulosa observable desde cielos contaminados, aunque su esplendor se muestra al observarla desde sitios verdaderamente oscuros. En mi caso la observé con el Dobson de 30 cm desde el Barrio de Monachil, a apenas 7 km de Granada, con una magnitud límite de 5, con lo cual no pude disfrutarla como se merece, aunque estas observaciones sirven para motivar una segunda visita. La estrella central brillaba intensamente, libre en ese momento de nubes de polvo y gas que pudieran oscurecerla. Desde el primer momento ya era evidente la presencia de cierta nebulosidad alrededor del astro, así que me decidí a probar mayores aumentos para obtener más detalle. A 300 aumentos la nebulosa adquiría una forma alargada, y algunas irregularidades comenzaron a notarse, algunos salientes que parecían querer romper con la homogeneidad y comenzar a formar nuevas prolongaciones, el principio de las «alas de la mariposa».  No llegué a apreciar la característica estructura bipolar, aunque esos despuntes nebulosos eran muy sugestivos, dejando a mis ojos con ganas de más.

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En la siguiente imagen he representado cuáles serían sus bordes reales, los que se pueden apreciar en fotografías de larga exposición. En astronomía, sobre todo cuando las condiciones no son las ideales, tenemos que recurrir a la imaginación, aunque eso no es un impedimento para disfrutar de esta afición.

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La estrella de Luyten

Las estrellas más cercanas a nuestro sistema solar tienen algo especial, son nuestras vecinas y, por tanto, podemos llegar a conocer bastante sobre ellas, además del interés que tiene pensar que, si alguna vez viajamos a las estrellas, serán ellas las primeras en recibir nuestra visita… Hoy vamos a centrarnos en BD+05 1668, más conocida como la Estrella de Luyten, una interesante enana roja que se sitúa a «tan sólo» 12.36 años luz de distancia.

Una enana roja es una estrella de muy baja masa: la estrella de Luyten tiene, en concreto, un cuarto de la masa de nuestro sol, cerca de la masa mínima necesaria para que pueda tener lugar la combustión de hidrógeno en el núcleo y la estrella pueda definirse propiamente como estrella. Su tipo espectral es M3.5, situándose en el extremo rojizo de la línea espectral, y su superficie alcanza los 2900 grados centígrados (puede parecer mucho, pero no lo es tanto si tenemos en cuenta que el Sol presenta una temperatura de unos 5700 grados). Esta temperatura es la que otorga a la estrella su tono escarlata, apreciable si se observa con cualquier telescopio. No podemos ver muchas enanas rojas con nuestros instrumentos, si bien son las constituyentes más abundantes de nuestra galaxia, estimándose que al menos tres cuartas partes del total pertenecen a esta categoría. Su bajo brillo es lo que juega en su contra. La estrella de Luyten presenta una metalicidad mucho menor que la del Sol, signo indirecto de una edad mayor, habiéndose formado en una época en la que había menor densidad de elementos pesados (diferentes del hidrógeno o del helio). Las estrellas de mayor masa son las que más rápidamente consumen su combustible, de manera que su vida es muy corta. Sin embargo, las enanas rojas fusionan su hidrógeno lentamente, por lo cual se estima que pueden llegar a vivir durante 200.000 millones de años: no podemos más que sorprendernos de la relativa fugacidad de nuestro sistema solar, que en apenas 5.000 millones de años habrá dejado de existir.

Diversos trabajos de finales del siglo pasado han estudiado la velocidad radial de la estrella mediante espectrómetros, sugiriendo algunos la presencia de un compañero orbitando a la estrella de Luyten con una masa excepcionalmente baja, aunque no hay nada claro al respecto. En todo caso, el objeto en cuestión podría ser una enana marrón o un planeta gaseoso gigante, pero tendremos que esperar hasta tener mejores datos. Lo que sí conocemos es que la estrella rota sobre sí misma a una velocidad muy lenta, menor de 1 km por segundo (el Sol se mueve a unos 2 km por segundo de media). Podríamos pensar que la poca energía que desprende haría inviable la posibilidad de que surgiera la vida en un planeta alrededor de la estrella de Luyten, aunque no es del todo correcto: como ocurre con el famoso planeta descubierto en Próxima Centauri, a una distancia muy cercana de la estrella las condiciones atmosféricas pueden ser similares a las nuestras, de manera que no podemos rechazar su habitabilidad en base a estos parámetros.

La estrella más cercana a la de Luyten es Procyon, que se encuentra a 1.2 escasos años luz. En el cielo de un hipotético planeta en el sistema de Luyten, Procyon alcanzaría una magnitud de -4.7, más brillante incluso que Venus visto desde la Tierra. Hace unos 13.000 años tuvo su mayor acercamiento a nuestro sistema solar, situándose a 12 años luz. Desde entonces se ha alejado 370 años luz, lo que equivale a un recorrido anual de casi 270 mil millones de kilómetros alejándose de nosotros.

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Encontrar la Estrella de Luyten no es difícil si partimos desde la brillante Procyon, aunque tendremos que navegar a través de algunas débiles estrellas haciéndonos camino hasta el destino. La estrella, visualmente, no supone un espectáculo portentoso, es un punto luminoso que brilla con un intenso tono anaranjado, con algunos destellos rojizos que contrastan con el resto de estrellas. Una de las cosas más interesantes que podemos hacer con la estrella es determinar su posición con bastante exactitud, plasmando la posición de las estrellas cercanas con la mayor precisión posible. Varios años después, cuando volvamos a observarla, podremos notar cómo se ha movido ligeramente, tal y como comprobó, en 1935, Wileem Jacob Luyten con la ayuda de Edwin G. Ebbighausen. La estrella de Luyten se mueve a la (asombrosa) velocidad de 3.74 segundos de arco por año. Puede parecer poco, pero es una de las estrellas accesibles a telescopios de aficionado más rápidas que podemos observar, y una prueba más para que nuestra mente comprenda que el universo está vivo y en continuo movimiento. En 16 años se habrá movido un minuto de arco, apenas un suspiro, pero los más pacientes serán capaces de detectar ese pequeño paso.

Fuera de lugar (NGC 2420)

El lugar de nacimiento de una estrella queda plasmado en su composición, impregnando el comportamiento que tendrá durante el resto de su vida. Este hecho, tan simple en apariencia, nos permite conocer datos extremadamente complejos, algo que vamos a comprobar con un cúmulo abierto que se encuentra en Géminis, muy cerca de NGC 2392, la nebulosa del esquimal.

La mayoría de cúmulos abiertos se encuentran a una distancia relativamente cercana al disco galáctico, lugar de gran formación estelar y “centro neurálgico” de la gran metrópolis que es nuestra Vía Láctea. Estos cúmulos situados en el disco tienen una gran metalicidad, que disminuye progresivamente a medida que nos alejamos de él. Uno de los principales indicadores de esta metalicidad es el hierro, elemento producido en el fragor de supernovas y cuya abundancia adopta un gradiente que disminuye a medida que nos alejamos del disco. Pues bien, NGC 2420 presenta una metalicidad similar a la de nuestro Sol y, sin embargo, se encuentra a la considerable distancia de 3000 años luz del disco galáctico. Este dato nos puede hacer pensar, de entrada, en dos posibilidades, ambas muy interesantes. Por un lado, se ha  especulado sobre el paso de una nube molecular que, por acción de la gravedad, habría arrastrado a NGC 2420 lejos del disco galáctico. Un contraargumento para esta hipótesis podría ser la ausencia del mismo comportamiento en otros objetos cercanos: si fuera el caso, lo lógico sería encontrar otros cúmulos o estrellas que hubieran sufrido la misma suerte (un tirón gravitatorio no tendría efecto sobre un solo cúmulo) y, por tanto, tuvieran una mayor metalicidad de la esperada. Sin embargo, podríamos rebatir dicha afirmación (un contra-contraargumento) con el pretexto de la edad de NGC 2420, ya que se ha estimado una edad de 2000 millones de años, extremadamente alta para un cúmulo abierto, lo cual significa que muchos de los cúmulos que habrían existido en su origen podrían haber desaparecido esparcidos por el espacio (pocos cúmulos abiertos superan los mil millones de años de vida). Sea como sea, otra posibilidad para la alta metalicidad de NGC 2420 sería que pertenezca a otra pequeña galaxia que se hubiera fusionado con nosotros, como ha ocurrido con algunos cúmulos globulares. Sin embargo, las galaxias enanas suelen tener una metalicidad muy baja, con lo cual tampoco encajaría muy bien con los datos que tenemos. Por supuesto, siempre tenemos una tercera opción, y es que los datos no sean del todo precisos, aunque diversos estudios coinciden en los números, por lo que sería algo poco probable.

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Crédito: Bernhard Hubl

Conscientes de la información que nos puede proporcionar la metalicidad, vamos a observar el cúmulo de una manera más visual. Es una gran aglomeración de 30 años luz de diámetro en la que se engloban unas 1000 estrellas, la mayoría con una vida estimada en 2000 millones de años, algo menos de la mitad que nuestro Sol. Su avanzada edad, teniendo en cuenta que es cúmulo relativamente compacto, se puede intuir también observando una fotografía de larga exposición, que nos mostrará estrellas de tonalidades anaranjadas y rojizas, algunas de ellas gigantes rojas con diámetros muy superiores al del Sol. Llama la atención el hecho de que existen multitud de parejas de estrellas con idéntica masa, gemelas estelares que forman sistemas binarios en una órbita compartida.

La distancia de NGC 2420, estimada en unos 10.000 años luz, jugará en su contra para que lo disfrutemos desde nuestro sistema solar, aunque en una buena noche puede, sin duda, llegar a sorprendernos. En mi caso lo observé con el dobson de 30 cm desde un cielo relativamente contaminado, con una magnitud límite de 5. Antes de ver el cúmulo hice una rápida visita a NGC 2392, tan deslumbrante como siempre, y luego, a 2 grados de distancia, me situé sobre NGC 2420. En un primer momento tan sólo vi unas pocas estrellas abigarradas, pero en cuestión de unos pocos segundos el cúmulo saltó a la vista como por arte de magia. Una quincena de débiles estrellas titilaban en el centro de la imagen, ocupando un área de entre 5 y 10 minutos de arco. Algunas más brillantes conformaban cerradas parejas, aunque la mayoría se aglomeraban sin forma definida. A 214 aumentos una tenue neblina se escondía tras las estrellas, fantasmagórica, nada más que un lejano reflejo del brillo conjunto de mil estrellas. Su forma era algo alargada y algunas otras estrellas podían adivinarse en el límite de resolución del telescopio. Desde cielos más oscuros, NGC 2420 debe de ser un verdadero espectáculo, otro de los tesoros que esta constelación alberga entre sus estrellas.

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Los latidos de Betelgeuse

Una de las estrellas más brillantes que podemos observar no es precisamente un remanso de tranquilidad. Puede que hayas oído hablar de que Betelgeuse, el hombro de Orión, está variando su brillo y va camino de alcanzar un pico máximo histórico, que acabará explotando a corto plazo como una enorme supernova, e incluso que puede que corramos algún tipo de peligro por su cercanía a nosotros… Pero empecemos por el principio, porque a mucha gente estos términos le sonarán a chino. Orión es una de las constelaciones más llamativas y estos días de invierno aparece en el cielo por el este al comienzo de la noche. Todo el mundo ha contemplado, aún sin saberlo, las estrellas que conforman su cinturón, esos tres astros perfectamente alineados que, incluso desde ciudad, llaman poderosamente la atención: no hay más que levantar la vista y mirar hacia el sur en estas gélidas noches invernales. Las estrellas de la constelación se disponen alrededor de este cinturón, de manera que podemos imaginar a Orión, el cazador, con sus pies y sus hombros formados por cuatro estrellas que conforman un rectángulo. El pie derecho del cazador, esa estrella blanquecina y brillante, es Rigel, una estrella muy caliente que se sitúa a unos 772 años luz de nuestro planeta. Su temperatura alcanza los 11.000 grados centígrados y tiene un tamaño 70 veces superior al de nuestro Sol. Pero no es ésta la estrella que nos ocupa hoy. Si levantamos la mirada al otro lado del cinturón nos sorprenderá otra estrella resplandeciente, que brilla con un tono rojizo que la hace fácilmente reconocible.

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Dibujo desde una zona rural, aunque afectada por la luz de la luna llena, que produce contaminación lumínica similar a una ciudad pequeña

Se llama Betelgeuse y es una estrella variable de período semirregular situada a «tan solo» 640 años luz de distancia (o, si lo preferimos, 6.000 billones de km). Su interés radica en que es la gigante roja más cercana a la Tierra y, por tanto, la más estudiada. De entrada adelantamos que sus proporciones son gargantuescas, alcanzando un tamaño 1500 veces mayor que el Sol. «Pero espera un momento…» podrás pensar, «¿Qué significa que sea una estrella variable?». Pues, como su nombre indica, que su brillo varía con el tiempo. Imaginemos por un momento a la estrella como una esfera de gas, con abundante hidrógeno y helio en sus capas externas (en el núcleo estos elementos ya se han consumido y se ha producido carbono, oxígeno y silicio, elementos más pesados y que necesitan de «un mayor esfuerzo»para utilizarse). La energía generada en la estrella calienta las partículas que la forman y, al igual que ocurre con cualquier objeto cuando aumenta su temperatura, la estrella se expande, aumentando su brillo. El calor, entonces, tiene que distribuirse por un mayor tamaño, por lo cual la estrella se enfría y adquiere una tonalidad más rojiza. Precisamente al enfriarse ocurre lo contrario, ya que las partículas tienden a unirse y a ocupar un menor espacio, derivando en la condensación de la estrella, que aumenta gradualmente su presión y, con ella, su temperatura. Este ciclo, en Betelgeuse, tiene lugar desde hace millones de años y fue descubierto ya en 1836 por el astrónomo John Herschel. De hecho, en 1852, Herschel se refirió a Betelgeuse como la estrella más brillante del firmamento, disminuyendo luego progresivamente su intensidad, lo cual da una idea de su errático comportamiento. Los dos picos de brillo más marcados que se han registrado ocurrieron en 1933 y 1942, alcanzando la estrella una magnitud de 0.2 (la magnitud es la medida de brillo aparente de una estrella, siendo mayor la intensidad cuanto más bajo el valor numérico. De este modo, una estrella de magnitud 0, como Vega, es mucho más brillante

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Variaciones de brillo desde 1988

que una de magnitud 5. En condiciones idóneas el ojo humano es capaz de percibir estrellas de magnitud mayor a 7, aunque por desgracia cada vez hay menos lugares con cielos tan oscuros). Desde esa fecha Betelgeuse se ha mantenido entre las magnitudes 0.5 y 1.2, con pequeñas variaciones prácticamente imperceptibles a simple vista. Sin embargo, en la primera quincena de Septiembre se registró un repentino aumento de su brillo, alcanzando en poco tiempo la magnitud 0.29 (no corráis a la ventana, ya ha vuelto a la «normalidad», rondando nuevamente la magnitud 0.5). Estamos, según parece, ante uno de esos «picos» de brillo que la estrella alcanza sin previo aviso, y lo más interesante de este comportamiento es que uno de estos incrementos en su intensidad precederá a una tremenda explosión que conocemos como supernova.

Aquí introducimos el segundo término importante, el de supernova, que es la forma en la que las estrellas con una masa 8 veces mayor que nuestro sol terminan su vida. Betelgeuse, en concreto, tiene una masa 18 veces mayor, con lo cual supera con creces este límite. El mecanismo por el que se produce la supernova es sencillo de comprender, especialmente si tenemos clara la idea de que una estrella se mantiene en un equilibrio de «fuerzas», con la energía que genera gracias a la fusión nuclear (en dirección de dentro a fuera) y la gravedad que ejerce su masa, que tiende a colapsar el volumen de la estrella. Como ya hemos visto, la estrella va quemando hidrógeno y produciendo helio (liberando enormes cantidades de energía), que a su vez se fusiona y va dando lugar a elementos cada vez más pesados. Pues bien, cuando en el núcleo aparece hierro y níquel la estrella llega a un punto de no retorno: estos elementos no generan energía con su fusión, de hecho necesitan un aporte de energía para poder fusionarse, con lo cual la fuerza interna en la balanza de la estrella se detiene, dejando vía libre a la gravedad, de manera que la estrella comienza a colapsarse a gran velocidad. En el núcleo se alcanzan presiones desorbitadas que los electrones no son capaces de resistir, así como temperaturas de hasta 3.000 millones de grados, produciéndose fotones de alta energía que son capaces de desintegrar los átomos de hierro en partículas alfa y neutrones, comenzando una cadena energética de proporciones galácticas. Es en este ajetreado ambiente, en el que las partículas van y vienen en condiciones extremas, donde se forman algunos de los elementos que posibilitan la vida, como el calcio de nuestros huesos o el hierro de nuestra sangre. Ya conocemos, por tanto, el final de Betelgeuse, un destino inevitable que le llegará en poco tiempo, astronómicamente hablando. De hecho, podría haber explotado ya, viajando sus fotones a través del espacio y avisándonos con retraso de este evento (recordemos que su luz debe viajar durante 640 años antes de llegar a nuestros ojos). Sin embargo, parece improbable: cuando hablamos de «poco tiempo» nos referimos a un período de tiempo que varía desde unos días a unos pocos millones de años, con lo cual se hace totalmente imposible, a día de hoy, asegurar que tendremos en nuestro cielo una brillante explosión. Si tenemos la suerte de asistir a su fin, alpha Orionis alcanzará un brillo superior al de Venus y, durante varias semanas, será visible incluso a la luz del día, tal y como ocurrió en su día con la progenitora de Messier 1.

Betelgeuse tiene además algunas particularidades que se han ido descubriendo a lo largo del último siglo. Por ejemplo, en 1920 fue la primera estrella cuyo diámetro fue medido (después del Sol), pasando de ser un objeto puntual a una pequeña esfera de unos 0.044 segundos de arco de diámetro. 50 años después los telescopios comenzaban a obtener imágenes cada vez más precisas, y nuevos como la interferometría proporcionaban datos hasta entonces imposibles de obtener. Así se supo que Betelgeuse tiene dos pequeñas estrellas orbitando a su alrededor, completando la más cercana una órbita en dos años (situada a tan sólo 5 UA), mientras que la secundaria se encuentra a 40 ó 50 UA de distancia. En 1995 se obtuvo una imagen de la superficie de Betelgeuse, gracias al telescopio Hubble, convirtiéndose así en la primera estrella cuya superficie pudo ser observada directamente. Además, estudiando su atmósfera se pudo apreciar una zona especialmente caliente en su superficie, una gran mancha con una temperatura de al menos 2000 grados más que el resto de la estrella. Posteriormente se ha vuelto observar, concretamente en 2013, con el radiotelescopio e-MERLIN, confirmando dicha región de gas caliente (dos zonas en realidad), así como un arco de gas más frío que el resto. Este arco de gas llega a alcanzar distancias de hasta 7.400 millones de kilómetros y temperaturas de unos 430 grados, y parece estar relacionado con una anterior pérdida de masa de la estrella. A esta pérdida de masa contribuyen enormemente los rápidos vientos que genera la estrella, que dispersan su atmósfera rica en elementos pesados, enriqueciendo el medio interestelar.

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Podríamos escribir un libro entero con las características de esta apasionante estrella, pero no es ese nuestro propósito. El fin de este artículo es que, cuando observemos a Betelgeuse en las frías noches de invierno, seamos conscientes de todo lo que esconde y la veamos como el portento que es, disfrutando de ella porque, si la suerte nos acompaña, puede que nos regale su mejor despedida, brillando con la fuerza de miles de millones de soles.

Otras curiosidades sobre Betelgeuse:

-Nació en la asociación Orión OB1, famosa por contener a M42 y a las estrellas del cinturón de Orión, entre otros, pero su rápido movimiento a través del cielo la acercó a nosotros. Se mueve a 30 km por segundo, creando a su paso una «onda de choque» que podemos disfrutar en la siguiente imagen en el infrarrojo lejano.

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-Su nombre procede del árabe y viene a significar «axila de Orión» o «mano de Orión».

-Si Betelgeuse se situara en el centro de nuestro sistema solar, al alcanzar su máximo diámetro sobrepasaría la órbita de Júpiter, acercándose incluso a la de Saturno, llegando a unas 8.9 unidades astronómicas.